La piazza é mia. Cinema ParadisoEl gremio de arquitectos de la provincia del Azuay con sede en Cuenca está profundamente alarmado por la adaptación de plásticos de colores en los quioscos de comercio de vestimenta popular en la plaza San Francisco. «¡Está feísimo!». Tampoco les convence el diseño del conjunto de la plaza, aunque se ha demostrado (hace poco en sede del CAE Azuay) que el proyecto original realizado por la Universidad de Cuenca (diseño sensible con los usuarios, pero no con los usos, ni la economía real) fue ultrajado por la politiquería cultural de turno. Lo cierto es que una de las grandes coincidencias que aglutina la alarma colectiva dentro del gremio es la posesión de la plaza por parte de 6 asociaciones de comerciantes –algo así como 90 familias “vivarachas” que han pasado por allí solo 50 años y se creen dueños de ese lugar, de esa plaza que “nos pertenece” y “pertenece a la ciudad”. Ya resulta bastante lamentable que, ante el fracaso de unas operaciones de higienización urbana promovidas por la burguesía local mediante el famoso diseño urbano moderno, ahora se pretenda criminalizar a la gente, solapados en ese viejo llamado al control por parte de las nuevas autoridades municipales. Autoridades–Alcalde que (por cierto) acaba de ofrecer mejorar las condiciones anticlimáticas de esas casetas, hijas bastardas del modulor corbuseriano.

Voy a procurar ir de adelante hacia atrás. He dicho recién que me encanta el estado actual de posesión de la plaza. Allí se expresa, para mi, la rebelión del espacio vivido. Esas familias que han constituido un sistema de vida ligado al paisaje urbano histórico se han rebelado al orden impuesto por la administración y los proyectistas (ambos dominados por la burguesía cuencana). Cuando inauguraban el espacio (en enero de este año) daba la impresión que los que mandan en Cuenca ya tenían su plaza, y que ni Haussmann lo hubiera hecho mejor, se equivocaron.

En agosto del 2017, al inicio de las operaciones de higienización, me preguntaba si este sería el último «lunar» del centro histórico de Cuenca, ya que la burguesía intelectual cuencana –irónicamente denominada en Francia como la ‘petty’ (pequeñita) burguesía– reclamaba como suya la plaza de San Francisco, y parecía ser, que ahora si estaban dispuestos a usarla. Sus argumentos victoriosos desde el arranque de las obras venían acompañados de fotos de la plaza liberada. En su tono republicano liberal –nada plebeyo– se podía reconocer claramente signos discriminatorios, propios de quienes frecuentemente son utilizados por las élites de la ciudad para reclamar por los intereses más mezquinos: ¡Saquen a esa gente! ¡Cúrenlos y pónganlos en Narancay! ¡Despejen ese lugar para el arte! ¡Retiren esos quioscos horribles de malta con huevo y traigan a las empresas de sombreros de paja toquilla! Sin embargo, a esta clase funcional–dominada, durante más de medio siglo poco le importó la plaza, el mercadillo de zapatos o de ponchos, los olores a orina o los borrachines. Si entendían lo «fea» que estuvo la plaza, es porque eventualmente pasarían por unos helados de la esquina de la calle General Torres o para comprar unos zapatos de ‘pupo’ de batalla (usados corrientemente por esa pequeñita burguesía).

En aquel momento, sin conocer los detalles del proyecto ni de su plan de usos, gestión o administración, ya quedaba claro que mientras esta fracción despreciaba la vieja plaza, en el transcurso del siglo XX generaciones de campesinos y pequeños comerciantes forjaron allí una evidente vocación de mercado popular. Construyeron un relato, una cotidianidad, y finalmente una vida marginal en pleno centro de la ciudad; un trozo de centro (reducto) que nunca más sería suyo. Entonces (2017) –por más que las mismas voces reclamaron cabida para un arte popular subordinado a la ‘alta’ cultura cuencana– no consiguieron engañarnos. Sus alharacas no respondían al arte, ni a la defensa de lo público; eran los argumentos de una pequeñita burguesía intelectual erigidos sobre una mezcla de supremacía urbana y pasatismo, con un lamentable efecto discriminatorio.

Recuerdo que en el año 2015, cuando salían a la luz las primeras pinceladas del proyecto finalmente aprobado, propuse a los proyectistas que se piense principalmente en los impactos económicos y sociales del proyecto, y que se trate de trabajar, sobre todo, en un modelo de autogestión vecinal para intentar paliar la gentrificación y la segregación producto de los desenlaces rentistas de este tipo de proyectos. Estaba pensando que si los vecinos fueran quienes de verdad lograban producir su espacio –diseñándolo, apropiándoselo, y luego gestionándolo con acompañamiento de las instituciones–, otro sería el cantar. Algo de ésto ha sucedido. En ese momento creí que el rol de quienes llevaban el proyecto adelante, en un escenario más solemne y ‘democrático’, debió ser al menos preguntar a quien se deba preguntar (no mas a especialistas) sobre el color de los toldos, la falta de árboles, la posición de la banca, o sobre el recuerdo nostálgico de la Plaza de Mercado “Gil Ramírez” (como la denominaban hace más de un siglo).

En cualquier circunstancia, desde el año 2015 hasta hoy, no he dejado de preguntarme si tenía que existir un proyecto allí, si alguien lo necesitaba, ¿quién era?; o únicamente tenía que ver con esa visión embellecedora y homogeneizante de la cara de la ciudad más rentable para unos pocos.

… Unos pocos que ahora hacen bailar al gremio local de arquitectos y constructores para ver despejada una plaza poseída por otros.

Pd. Adrede no se insertan imágenes de la plaza. Vaya y huela.