La ciudad nueva me sorprende cada vez que me propongo un cambio, descubro tardes en las que no logro tomar un taxi y llueve mucho, lo cotidiano casi siempre ocurre en silencio y de mi depende que pueda ser bello o vano. Nunca anduve buscando la belleza porque siempre creí que debía provocarla, sí una identidad porque sabía que estaba prefabricada. La identidad que me recorre tuvo la suerte de tornarse híbrida con tantos colchones y suelos; y la belleza que surge de vez en cuando ha sido incompleta hasta la insipidez. No es tan solo la literatura, el cine, la fotografía, la naturaleza, la música o lo que espero del arte; tampoco es solamente la cultura; es algo más que atraviesa mi vida. Tiene que ver con estar bien, un estado rock and roll-pasillo permanente, en el que la alegría y la tristeza sirvan para estar atento: para presumirme a mi mismo que estoy profundamente vivo.

No es algo que deba preocuparnos a todos, aunque debería si entendiéramos lo delicado de un rostro, de una imagen, del silencio o del sonido que hacen unas zapatillas en el lastre. Después de todos estos años de recurrentes conversaciones, si me vuelven a preguntar por el salario, la chica, la familia, los sueños o lo que espero de la felicidad; tan sólo diré por el resto de mis días en plena facultad de vida, que me acogeré al derecho fundamental a la belleza.