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La ciudad: poesía y horror

13 jueves Ene 2022

Posted by Pedro Jimenez-Pacheco in el habitar poético, Teoría del espacio crítico

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Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire

Jacques (1840s). “Cour des miracles” en: Víctor Hugo (1844). Notre-Dame de Paris. Fuente: Archivo St. Michael’s College Library. Esta escena nocturna muestra una plaza llena de una muchedumbre harapienta de mendigos y lisiados que beben, cocinan y hablan sobre un fondo de casas del París medieval, ubicadas en el barrio del mercado de Les Halles.

Metafilosofía (Métaphilosophie) es un libro que hace posible el trabajo posterior de Lefebvre sobre lo cotidiano, y sus investigaciones sobre el espacio, el estado y el romanticismo revolucionario. La metafilosofía se encuentra en el centro de todo su proyecto. Georges Labica consideraba en 1997 que se trata de un trabajo fundamental, quizás el más importante de la obra de Lefebvre, un punto de inflexión crucial para su obra posterior. Un texto filosófico que pretende dejar atrás la filosofía, es un estudio lleno de tensiones productivas que colocaría a Henri Lefebvre como el metafilósofo.

Texto traducido de la obra Metaphilosophy (Henri Lefebvre, 1965) editado en inglés por Stuart Elden y publicado en editorial Verso (2016).

Extracto del Capítulo 5, La búsqueda de herederos (párrafos 2-4)

«La belleza está mintiendo y muriendo, la verdad ya está muerta. La vida tiene que ser cambiada. El amor necesita reinventarse. Lo cotidiano es el infierno y esa estación en el infierno dura para siempre».

[…] En Francia hubo un romanticismo de izquierdas, representado entre otros por los primeros sociólogos: Saint-Simon y Fourier. Marx tomó prestados ciertos elementos de este pensamiento de un romanticismo de izquierda subversivo y crítico. A partir de 1850, y de la derrota de la revolución de 1848, el pensamiento poético en Francia emprendió un camino diferente. Aparece ahora, de forma confusa pero profunda, el vínculo entre el registro y el rechazo de la vida cotidiana, entre los temas de lo cotidiano y la ciudad, entre estos temas y una exploración metafilosófica del mundo moderno. Este vínculo es explícito en Baudelaire. Los apuntes irónicos del poeta sobre la filosofía en general y el hegelianismo en particular no van tan lejos como las críticas de Marx o Kierkegaard, pero apuntan en una dirección similar. El poeta ya no dirige su mirada a la belleza natural y la verdad eterna; lo que escucha no es la palabra divina. Busca la poesía en lo fugaz y momentáneo, en lo transitorio, en lo cotidiano: la moda, el espectáculo de la calle, un París que cambia más rápido que un corazón mortal, las pinturas parisinas. Y sin embargo, lo cotidiano, fuente de vibración poética, es intolerable. La ciudad tiene estos dos aspectos: poesía y horror. Es donde crecen las flores del mal. Es pura facticidad y pureza facticia, arte y artificio.

Los poemas más vibrantes de Baudelaire, los más simples, hablan de la ciudad, aquellos en los que no explota el satanismo de un cristiano abandonado e indefenso terrorista anti-burgués,  ¿El gran mito de la ciudad se deriva de lo que el hombre descubre aquí, o del hecho de que la ciudad comienza a sobrepasar la escala humana? Lo uno no evita lo otro, pero el segundo evento tiende a cubrir al primero. Baudelaire revela en la ciudad una segunda naturaleza, que imita a la primera, pero en orden y belleza. Esta segunda naturaleza está compuesta de piedras, agua, espejos, metales. Es hermosa, sobrehumana, inhumana. ¿Dónde se posiciona el poeta? Él mora sobre la ciudad, esa presencia gigante, paisaje de piedra, monstruo de humanidad e inhumanidad. Está al nivel de las campanas de la iglesia, escuchando sus solemnes himnos llevados por el viento. La ciudad es a la vez el lugar de lo cotidiano y un refugio contra lo cotidiano. El poeta, necesariamente caído en lo cotidiano, lo rechaza. Se va a otro lado. A un otro lugar que está aquí. Dejemos este país donde la acción no es hermana para soñar. La poesía se convierte en el país y el paisaje del poeta. Él no busca cambiar la vida, sino transfigurarla por medio de la piedra de este filósofo, la Palabra, el habla poética.

Rimbaud lo dice con más claridad, proclama con más fuerza, lo que los filósofos no dicen, lo que nunca dirán desde que se suicidan (como filósofos) por la acción de decirlo. La belleza está mintiendo y muriendo, la verdad ya está muerta. La vida tiene que ser cambiada. El amor necesita reinventarse. Lo cotidiano es el infierno y esa estación en el infierno dura para siempre. La ciudad es atravesada por un inmenso temblor de fuerzas, la ciudad santa construida en Occidente, un último intento para afirmarse como ley y gobierno de la sociedad, como medida del mundo, hizo un supremo intento de definirse a sí mismo, y de definir al hombre y al ser humano, en torno a su unidad y su diversidad. Este intento –la Comuna– fracasó, ya que la creación en Europa de una democracia tendiente al socialismo había fracasado en 1848. Rimbaud, después de Baudelaire, y como Marx, vivió la derrota. No solo dedicó un gran poema a la Comuna, sino tres poemas de sus Iluminaciones dedicadas a la Ciudad presente y posible. Rimbaud siguió buscando su propio camino, o más bien su propio sendero. La poesía en él se encendió y luego se negó, rehusándose a degenerar en literatura; porque en el éxito literario lo que buscaba convertirse en creador de un estilo de vida llega a ser tan solo literatura y adornos por excelencia. Rimbaud es la rebelión en estado puro, la rebelión de un niño contra el mundo que lo aplasta. ¿Y qué es lo que aplasta la infancia y la inocencia del niño? Sobre todo, la vida cotidiana. Rimbaud, incapaz de cambiar la vida, buscó la alquimia de la Palabra: la transmutación mágica de lo cotidiano en un discurso poético. Lo logró, pero este éxito fue una derrota. Nada cambió, excepto la literatura. Luego se quedó en silencio. Rimbaud se fue, habiendo escrito: Uno no se va. Lo que significa: que nadie se va nunca, puesto que cada persona se lleva consigo a sí mismo. El poeta solo se queda para el silencio y la muerte.

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